En la foto Ana M. Briongos, 1974, en los invernaderos de orquídeas de Noshar, Irán, con Rosario Sheikhi y sus hijas, esperando la visita de Amir Abbas Hoveida, entonces Primer Ministro de Irán.
Dicen que el ser humano es un ser dotado de una curiosidad sin límite y de un espíritu aventurero que le empujan a salir de su entorno más conocido, de su refugio seguro, para ir a la búsqueda de otros mundos. Eso no es del todo cierto: en general, el ser humano, busca un lugar pacífico y confortable donde construir su casa, y donde criar a sus hijos; y si ha emprendido la marcha ha sido porque la miseria o la guerra no le permiten subsistir en su asentamiento. Pero al mismo tiempo están los conquistadores, los predicadores, los comerciantes y los aventureros entre los cuales hay locos, iluminados y románticos, gentes inquietas por naturaleza que, por diferentes razones, emprenden el viaje. Yo formo parte de estos últimos.
“Mi vida ha sido un cruzar constante de fronteras, tanto físicas comometafísicas” y “éste es para mí el verdadero sentido de la vida”, dice Kapuscinski cuando defiende el abandono del cubículo de nuestra seguridad, el abandono del territorio, del árbol que nos da sombra, para ir en busca de las respuestas, del "quién", como hizo Heródoto hace 2500 años. Hay que aventurarse en lo desconocido, dejarse guiar por "la magia de viajar" que "actúa como una droga" donde "el camino es el tesoro". (Viajes con Heródoto, editorial Anagrama).
Un cuento iraní titulado “mahi e siá e kuchulú” (el pez negro y chiquitín) muy popular en Irán en los años setenta, cuenta la historia de un pececito que vive con su madre en el recodo de un río. El tedio, el aburrimiento, la estrechez de miras, los mismos paisajes, las mismas gentes, ataduras como la propiedad, la familia, las convenciones sociales, le agobian, y quiere saber qué hay aguas abajo. Es un pez especial y el autor del cuento para distinguirlo de los demás lo ha imaginado de color negro. Es un pez curioso, observador, inconformista y decidido. Y efectivamente decisión necesita. Primero, para hacer oídos sordos a los consejos de sus vecinos cuando le advierten sobre los peligros que le acechan si cruza el límite del recodo del río. Segundo, para vencer el sentido de culpabilidad por dejar a su madre que llora. Y tercero, para enfrentarse a su propio miedo ante lo desconocido.
Este año 2008 hace cuarenta años que salí por primera vez de mi casa en un viaje-aventura que todavía no ha terminado. Era 1968 y no estuve en Paris, a pesar de que mi partida ocurrió ese mismo año, porque en aquel momento de mi vida no me interesaban las barricadas aunque fueran para llevar un poco de imaginación al poder. Yo salía huyendo y sin embargo nadie me perseguía. Huía del tedio, de mi familia de misa el domingo y rosario diario enfrascada en oscuras rencillas muy poco edificantes, de los exámenes de tercero de físicas, de mi efímera militancia en un partido estalinista, y, para resumir, de lo que hoy llamamos “la escopeta nacional”. Quería salir, ver, olvidar, limpiar, abrir, llenar, observar, sentir y también amar. Era joven, estaba sana, me sentía fuerte. Lo microbios que tanto asustaban a mi abuela y que según ella nos amenazaban sin piedad, misteriosamente a mí no me afectaban. Quería estar sola, en un lugar donde nadie pudiera encontrarme. Salía con muy poco dinero y sin billete de regreso aunque previsoramente había dejado una cantidad de mis ahorros en una cuenta del banco para un caso de necesidad. También había apuntado mi nombre en un lugar que me parecía seguro por si llegaba un día en que no sabía ni como me llamaba, ¡qué ingenuidad la mía!, puesto que si tal cosa hubiera ocurrido no hubiera ni tan siquiera recordado el lugar donde lo había apuntado. En aquella época todavía creía que las mujeres estaban como estaban por ser poco valientes, por no querer tomar decisiones y llevarlas a cabo, por ser comodonas y miedicas. Y me lo confirmaba el hecho de que en la universidad las chicas estudiban en su mayoría Filosofía y Letras y muy pocas Físicas, y que fuera prácticamente la única mujer que viajaba sola por esos mundos de Dios. Después, evidentemente, la maternidad me ha hecho cambiar de opinión.
El destino hizo que mi camino se desarrollara a través de desiertos y que finalmente me instalara durante un tiempo en una ciudad-oasis llamada Kandahar, en el sur de Afganistán, donde conocí lo que es la austeridad del que vive en una tierra árida que da poco pero permite subsistir.
La travesía del desierto es a la vez un viaje real por unos paisajes extraños, austeros, minimalistas, e inmensos, y un viaje interior a las más hondas raíces del espíritu.
La religión no tiene que ver con esto, es otro tipo de trascendencia, se trata de emociones compartidas con gentes que no hablan tu lengua pero que aprecian igual que tú la belleza, de una música, de una canción, de un paisaje, por ejemplo, en medio de una naturaleza extrema donde todo es superfluo menos la vida misma de las personas y de los animales, el sol que calienta e ilumina y la sombra de una tienda o de un cubículo de adobe.
Posteriormente, en un país donde las señas de identidad se resumen en ser musulmán y pertenecer a un clan, fui acogida por el clan Mohammadzaí que, como manda la costumbre Pashtun, me protegía.
Los acontecimientos ocurridos en el mundo durante estos cuarenta años han hecho que pudiera seguir muy de cerca el principio de la catástrofe con el golpe de estado del príncipe Daud y con la invasión de las tropas soviéticas en Afganistán. El encarcelamiento del patriarca de la familia que me acogía y también de las mujeres y de los niños. La huída de los que pudieron escapar. La resistencia, el exilio.
En Afganistán se soltaron los resortes que despiertan las furias, abren la caja de los truenos y ponen en marcha la máquina de la destrucción. Se rompió el equilibrio entre clanes y las intervenciones extranjeras han tenido mucho que ver con ello.
Después de mis primeros viajes terminé la carrera y di clases de física y matemáticas, estudié persa en la Universidad de Teherán, trabajé en Irán y Afganistán, después llegó la Revolución iraní con el ascenso político de Jomeini, y he sentido la necesidad de contar lo que he visto en esos países por lo que he escrito cuatro libros, con la idea de que la información no quede solo en manos de los cámaras de televisión, de los periodistas, o de los antropólogos.
Y mi vida viajera sigue.
(Intervención de Ana Mª Briongos para la mesa redonda "Mujer, viaje y desierto", organizada por Fundación Tres Culturas de Sevilla, abril 2008
En la foto con Patricia Almarcegui, que también intervino, después de la mesa redonda "Viajeras del desierto" organizada por la Fundación Tres Culturas del Mediterráneo en el Pabellón Hassan II, Isla de La Cartuja, Sevilla, abril 2008.