Hace ya unos meses que falleció el fotógrafo mallorquín Toni Catany, querido amigo y excelente compañero en viajes a Irán, India y Bangladesh. Hasta hoy no he podido distanciarme lo suficiente para escribir sobre él pues siempre pensaba que le estaba todavía hablando, aunque fuera por teléfono, para comentarle cosas que estaban sucediendo, con las que ambos cuchicheábamos y nos reíamos. Había complicidad entre nosotros. Catany era persona de complicidades. Tenía buenos amigos, gestionados en relaciones estancas, si acaso sabíamos los unos de los otros y quizá nos conocíamos de habernos visto algunas veces, en la inauguración de sus exposiciones, o cuando le entregaban un premio, pero no nos frecuentábamos. Estaban los amigos mallorquines, los amigos belgas, los amigos venezolanos, los amigos indios e iraníes, los amigos de cal Isidre y algunos más.
Vivía solo en un principal espectacular de la calle Nou de la Rambla de Barcelona, un reducto testimonio de otros tiempos, que había conservado con cuidado tal como lo encontró, con paredes forradas de seda, pinturas en el techo y cenefas doradas, espejos y columnas, suelos hidráulicos con preciosos dibujos y un patio grande en el interior de manzana, con palomar en el fondo de madera y diseño orientalizante, que él había convertido en un jardín cuidadamente descuidado con plantas escogidas con esmero para que, al florecer, lo llenaran de colores.
En Benarés con el fotógrafo Subhrajit Basu. Fotografía de Ana M Briongos. |
Catany era persona tranquila y poco ruidosa, vivió discretamente y murió sin molestar igual que había hecho su madre. Nacido hijo único de una familia muy reducida, estaba acostumbrado desde pequeño a una tranquila soledad que le permitía observar con detenimiento las cosas pequeñas o los detalles mínimos de las grandes. Tenía una especial sensibilidad por lo decadente, por lo que queda tras la plenitud y la exuberancia e iba en busca de la esencia misma de las cosas. A mí me gustaban sus “cossiols”, fotografías de plantas míseras del jardín mallorquín que cultivaba su madre en cossis o pequeños cuencos reciclados, rotos y oxidados, como una lata de conserva , un orinal descascarillado, una taza sin asa, una botella descabezada o una piedra con agujero. De ellos salían plantas larguiruchas y raquíticas con pinchos y casi sin hojas que alguna vez incluso sacaban una flor, milagro de la naturaleza en época de sequía y de miseria, que tanto valdría para la rural Mallorca, como para un terrado del ensanche de Barcelona en la posguerra, o para Asia, o para África. Sin embargo, en su seriedad y austeridad, Catany tenía una faceta hedonista evidente, y una trastienda escondida de pillo transgresor sin maldad pero sí con algún “ja et fotaré”. Sus naturalezas muertas le hicieron famoso pero cuando se trataba de fotografiar personas, le gustaba la juventud, la plenitud, la tersura.
En Puri, Orissa, India. Fotografía de Ana M Briongos. |
Era ordenado, meticuloso y tozudo. Disfrutaba con músicas de estilos muy diferentes y se entusiasmaba cuando descubría algún músico o cantante desconocido de un lugar remoto. Su amiga del alma era la cantante Maria del Mar Bonet, mallorquina como él. Me sorprendió descubrirle como excelente bailarín cuando en una boda en Delhi me sacó a bailar al son de una orquesta que tocaba bailables occidentales. Ante mi sorpresa, y no solo la mía sino también la de todos los que lo conocían, nos dijo que había aprendido a bailar de joven en las fiestas de su pueblo. Nunca más lo vi bailar y eso que asistimos a unas cuantas bodas hindúes.
En la boda de Subhrajit Basu y Ananya Dasgupta en Chittagong, Bangladesh. Fotografía de Ana M Briongos. |
Nuestra amiga común María Luisa Rubio, casada con el iraní Behrooz, nos presentó y nos ofreció la posibilidad de acompañarla en su viaje de regreso a Irán después de años de ausencia. Aceptamos cada uno por nuestra parte el ofrecimiento y de aquel viaje, que también representaba para mí la vuelta a Irán después de mis tiempos en aquel país en época del Shah, tras la Revolución de Jomeini y la guerra con Irak, salió mi primer libro “Negro sobre negro”, con alguna foto de Toni Catany, una de ellas en la portada. A partir de aquel viaje hicimos más.
En el siguiente fuimos a India con Luisa y Behrooz, mi marido Toni Alsina y los amigos indios Ravi y Vinu. Éstos se encargaron de preparar el viaje que se desarrolló en su primera etapa por Rajastán a bordo del exclusivo tren "Palace on Weels" y luego por el sur de la India navegando por los backwaters de Kerala, peregrinando al templo de Tirupati, o descansando en playas cercanas a Trivandrum.
Después volvimos a la India como invitados a la boda del hijo de nuestros amigos y estuvimos muchos días a fiesta diaria. Esa fue la boda del baile. Otra vez recorrimos el norte indio por Daramsala y alrededores. En otra ocasión fue Bengala Occidental y Bangladesh. Después Orissa y Gujarat. Y un tiempo largo en la ciudad de Calcuta con escapadas a Benarés.
Toni Catany hablaba francés pero no inglés, ni una palabra, y en todos esos años de viajes por países angloparlantes no llegó a interesarse ni en aprenderse los números por lo que siempre ejercíamos de traductores. Pero él se relacionaba estupendamente con la gente de la calle. Catany era él y su cámara. De repente andaba observando y, sin alejarse nunca mucho, desaparecía entre un grupo de personas que se le acercaban curiosas, les hablaba como si pudieran entenderlo en su mallorquín de siempre y con signos los colocaba frente a una pared que había descubierto, siempre escogida por sus colores o sus texturas, y los fotografiaba. Todos contentos y la sesión fotogtáfica era una fiesta agradable y relajada. Caminaba, observaba, se paraba, se sentaba, miraba a los que pasaban , les miraba a los ojos, sonreía con esa cara afable de persona mayor de pelo blanco, y ya los tenía en el bolsillo. Sin ruido, sin invadir, sin palablas, conseguía una complicidad amable y divertida. Cuando volvíamos a casa o al hotel, él volcaba sus fotos en el disco duro y escribía en su cuaderno las notas del día con su letra perfectamente regular, pequeña y limpia.
Hacíamos las mismas fotos porque yo también llevaba una cámara, aunque la mía era de esas automáticas pequeñas, y pasábamos por los mismos lugares. Pero al revisarlas al final del día, una por una, mi foto no era más que una instantánea de turista tomada sin ton ni son y la suya era algo distinto porque, además del encuadre y de muchas otras cosas que él debía calcular, en su foto pasaba un hombre vestido de un estupendo color azafrán. Cuando yo había hecho el click aquel hombre o había ya desaparecido o todavía estaba por llegar. Y, siempre, o era un hombre, o una mujer, o un perro o un pájaro o la vaca, o el carro, siempre ocurría algo en el momento en que Catany hacía el click.
Nuestra complicidad se basaba en la afición que ambos teníamos por las telas. Disfrutábamos visitando bazares y tiendas de tejidos. Sedas, lanas, algodones, tejidos o estampados, bordados o anudados. Metros de tela para luego mandar al sastre de la esquina y encargarle una camisa, o un pantalón, o un pijama. Pañuelos y chales, fundas de cojín, manteles y servilletas. Como en Mallorca son típicos los tejidos de "llengos", conocidos en Oriente como Ikat, a Catany le gustaba encontrar nuevos colores y diseños de este tipo de tejido. También le gustaban las miniaturas pero le costaba encontrar alguna a su gusto entre el montón de piezas de ínfima calidad que hoy en día ofrecen los anticuarios.
Con el tiempo nuestros amigos indios de Calcuta se hicieron sus amigos y lo respetaban y querían aunque se entendieran poco con palabras. Al principio la relación no era facil porque Catany actuaba como un hijo único mimado y se negaba a desayunar lo que le ofrecían, una estupenda tortilla picante rellena de cebolla, ajo y guindilla, y quería lo de siempre, café con leche acompañado de tostada con mantequilla y mermelada. Cosa imposible de encontrar en una casa particular de una ciudad de la India. Con el tiempo ellos se acostumbraban a sus caprichos y él bajaba sus expectativas y, gracias a su cámara fotográfica que ejercía de mediadora, era finalmente aceptado y hasta muy querido.
Ana M Briongos, Toni Alsina, Toni Catany y Falguni Bhat en Ahmedabad, Gujarat, India. Foto de Ana M Briongos. |
Desde que un día vio una fotografía del conjunto de templos jainistas de Palitana, Catany suspiraba por ir a visitarlos, le parecía el lugar más hermoso y extraordinario del mundo. Se presentó la ocasión de viajar a Gujarat y recorrer ese Estado occidental de la India con nuestra amiga Falguni y su familia. Como Palitana estaba en el recorrido se lo dijimos y se apuntó ilusionado, su sueño por fin se cumpliría. (Ver la entrada sobre Palitana en este mismo blog). Resultó que para llegar a los templos había que subir cuatro mil escalones. Empezamos a subir antes del alba después de contratar porteadores para que llevaran a la madre de Falguni y a Catany que no se veían con fuerzas para subir. Cuando llegamos arriba ya estaba el sol en pleno apogeo y los recintos se iban llenando de peregrinos que subían a cientos. El lugar era espléndido. Decenas de templos blancos se erguían como las crestas de un dinosaurio enorme de mármol. Pasamos allí el día pensando que Catany estaría haciendo fotos como un loco y disfrutando ante el espectáculo que ofrecían los peregrinos jainistas entre tantos templos. Como había mucha gente no nos extrañó no haberlo encontrado en ningún momento. Para que no se nos hiciera de noche, a media tarde iniciamos la bajada. Cuando llegamos abajo lo encontramos triste y derrotado. Perdido arriba entre la multitud, sin sus acompañantes de siempre, se había asustado. Buscó a los porteadores que le habían subido y les pidió que le bajaran. Abajo le cobraron una barbaridad y se sintió humillado y estafado. Desamparado tuvo que esperarnos solo en un lugar feo donde nadie le entendía. Fue su gran desiludión. Después dijo que los templos no eran lo que él había imaginado, que no tenían ningún interés, que eran todos de yeso. Estaba enfadado y despechado. Los que habíamos subido andando nos sentíamos culpables por no haberlo hecho al lado de los porteadores pero bastante trabajo teníamos sin perder el ritmo si queríamos cubrir el objetivo de los cuatro mil escalones. No se habló más de Palitana. Hasta que un día, pasado más de un año, nos regaló la foto más hermosa que yo haya jamás visto. Era una foto que había hecho en Palitana. No hubo palabras cuando nos la dio. No se habló de Palitana. Estaba allí. Y era hermosa. Se lo agradecimos emocionados.
La fotografía lleva una dedicatoria: "Per en Toni i l'Ana, companys de viatge, que feren pujant a peu, els 4000 escalons que possibilitaren contemplar aquesta vista de PALITANA un dia de desembre de 2009" (Para Toni y Ana, compañeros de viaje, que subieron a pie los 4000 escalones que posibilitaron la contemplación de esta vista de Palitana un día de diciembre de 2009). Hoy está colgada en el recibidor de nuestra casa como recuerdo de una hermosa amistad.