Como hace poco que han pasado las conmemoraciones del Moharram en todo el mundo chiíta y especialmente en Irán, y para informar a los lectores, copio unas páginas de mi libro "La Cueva de Alí Babá, Irán día a día" que tienen relación con este tema y aprovecho para ilustrarlo con imágenes de los personajes principales del drama, procedentes de cuadros pintados sobre cristal de la época Qajar (XVIII y XIX) de la colección de Jahangir Kazerouni y Ferial Salanshour.
Un cliente de La Cueva de Alí Babá, tienda de alfombras de Isfahán, me pregunta si estaba ya en Irán durante el Ta’asou’a y el Ashura, noveno y décimo día del mes lunar de Moharram, en que se conmemora la pasión y muerte del emam Hossein, nieto de Mahoma e hijo de Fatmá y Alí, y de su familia.
-Estaba precisamente en Teherán, le digo, viajé allí desde Isfahán para pasar esos días de fiesta en casa de unos amigos.
–Por favor, me responde, no escriba sobre ello pues daría la imagen de un país, Irán, bárbaro e inculto, yo rezo y voy a la mezquita pero no me gustan esas muestras de fervor popular, es sólo una parte marginal de la sociedad iraní la que mantiene ese tipo de religiosidad.
Le cuento cuán parecido es todo lo referente al Ashura en Irán a la Semana Santa en el sur de España, las procesiones acompañadas con músicas de trompetas y tambores, la emoción popular rayana a la histeria y a las lágrimas. Le digo también que se ha transformado en una atracción turística de primer orden como le pronostico ocurrirá pronto en Irán, y lo que le estoy contando es para él un descubrimiento insospechado. Incluso en Cataluña se representa la pasión de Jesucristo de manera popular, en los pueblos, alguno de los cuales llega a tener un teatro exclusivamente dedicado a esta representación (La passió d’Olesa), le explico y me mira con cara incrédula y pensativa.
-Tendré que empezar a reconsiderar todo mi esquema mental, concluye.
Relanzadas con fuerza por el fervor revolucionario, las conmemoraciones del martirio del emam Hossein forman parte del imaginario musulmán chiíta. De los doce imanes del chiísmo duodecimano, rama del Islam mayoritaria en Irán, Hossein es el tercero. La historia del desastre es la siguiente: En el año 680, cincuenta y ocho después de la Hégira, la rivalidad entre sunitas, seguidores de los Omeyas en el poder y chiítas o partidarios de Alí, yerno del profeta, llegó a tal punto que hizo el cisma irreconciliable. Y el punto culminante fue la batalla de Kerbala. En el mes lunar de moharram, Hossein con su familia avanzaba al frente de una expedición cuyo objetivo era destronar al califa de Bagdad, Yazid, ilegalmente impuesto, cruel e injusto. La expedición fue interceptada por el ejército del califa en la llanura desértica de Kerbala. Los chiítas fueron allí mismo cruelmente torturados y murieron de sed o fueron pasados por la espada. El mismo Hossein murió a manos del jefe del ejército califal, Shemr, el personaje más odiado por los musulmanes chiítas. Las representaciones de la pasión, Tazié, tienen lugar en parques públicos o en recintos especialmente habilitados para esta ocasión y los actores acostumbran a ser la gente del pueblo, o del barrio si se trata de grandes ciudades.
Pierre Loti y otros escritores que habían viajado por Persia en el siglo XIX y principios XX cuentan que se guardaba un luto estricto durante estas fechas conmemorativas y que se producían momentos de catarsis durante el Tazié en que todos los espectadores terminaban llorando con grandes aspavientos de dolor. Lo que vi hace un par de semanas en Teherán era sólo una fiesta. Ciertamente muchos hombres y mujeres vestían de riguroso negro para salir a la calle pero me ha parecido más una cuestión estética que de duelo sentido y he llegado a la conclusión de que les gusta el negro: los hombres se ven interesantes de negro y los jóvenes en grupo, camisa negra, pantalón negro y gafas supermodernas de sol, negras y espejeantes, presumen más que nunca ante los grupos de chicas. En el centro y norte de Teherán, los niños de casa bien iraníes, sólo chicos juntos evidentemente, circulan embutidos llenando coches y recorren las calles presumiendo en busca de miradas de complicidad y de admiración de las chicas, eso sí vestidos de negro, con el cassette a todo volumen bum, bum, bum, música rap persa de allende los mares, clara provocación a las fuerzas de control de la moralidad pública y que a veces termina en la comisaría. También hay algún coche con chicas pero menos. Son días de fiesta, las familias y los amigos más próximos se visitan en incesantes idas y venidas. Mi visión de aquellos días se circunscribe a la ciudad de Teherán y en ella a Yusef Abad, barrio situado entre el sur de los pobres y el norte de los ricos, donde viven las clases medias. Mis amigos que viven en el barrio y en cuya casa me alojo, dicen que es la zona más animada de Teherán durante esos días, sobre todo a la hora del nasrí. Se trata de preparar y repartir comida como consecuencia de una promesa. En principio estaba dedicada a los pobres pero ahora se ha transformado en comida para todos los que pasan. Y en Yusef Abad la gente no es tan rica como para no creer en nada, ni tan pobre como para no poder comprar comida para dar a los que pasan, me dice Djamshid. Se trata de cocinar en casa o en la calle, también hay quien tiene bebidas o dulces, y ofrecerlas a los amigos, vecinos y viandantes en general. Cerca de nuestra casa un grupo de hombres sudorosos sentados en sendos taburetes alrededor de una mesa sobre la acera, se afanan en cortar a dados unas grandes piezas de carne. A su lado hay montones de verduras ya cortadas. A lo largo de la calle han dispuesto sobre trípodes una hilera de enormes recipientes de cobre y debajo de cada uno el correspondiente fogón conectado a una bombona de butano. De los árboles que bordean la acera han colgado banderas rojas y negras y estandartes con escritos en oro, de estos uno muestra a Alí sobre el caballo blanco encabritado enarbolando con el brazo en alto su espada bífida, la espada del Islam chiíta. Hileras de lucecitas de colores completan el escenario. De la casa contigua entran y salen más hombres y, de vez en cuando alguna mujer asoma la cabeza, la puerta está abierta de par en par. Por una ventana se ve una cocina llena de mujeres riendo y trajinando. Parecen malcarados a primera vista estos hombres tan negros y con barba de varios días que recitan a voces oraciones dedicadas a Allah mientras cocinan, pero me reciben amablemente y hablan con nosotros tan contentos. Se trata de un grupo de amigos y vecinos que decidieron unir esfuerzos y presupuestos a la hora de cumplir con su nasrí. Hoy prepararán y repartirán halvá, un dulce hecho con harina, grasa, azúcar y azafrán, cocinarán la carne durante la noche y la repartirán mañana. Mientras los del halvá daban vueltas con grandes cucharas de palo a la masa que se iba espesando en las cazuelas, una hilera de gentes se formaba a lo largo de la calle. Cada uno con su recipiente dispuesto a que se lo llenaran.
Más mujeres y algún hombre van llegando de todas partes con cazuelas y se las van llenando. Nosotros, los miembros de la familia que me hospeda y yo, éramos en total diez mujeres más dos hombres, hemos conseguido varias cazuelas llenas en medio de un guirigay tremendo. Uno de los cocineros me ha dicho cuando ha visto que tenía un pellizco de halvá entre los dedos y estaba a punto de metérmelo en la boca que antes de probarlo pensara un deseo y me ha dado su dirección para que le escriba si se cumple durante el próximo año. El cuñado de mi anfitrión me ha dado un billete nuevo de quinientos reales y ha escrito en él para Ana, dust-e-azizam, mi querida amiga, lo debo guardar todo el año y gastarlo el año próximo, así me dará suerte.
Las cocinas de las casas que invitan no paran durante toda la noche, hemos visitado varias de ellas. Los familiares y seguidores del emâm Hossein y él mismo sufrieron de sed y de hambre en la llanura desértica de Kerbala, pidieron ayuda a las gentes un pueblo cercano y no les ayudaron, de ahí las promesas y las comidas del día de hoy. Hay casas que ofrecen nasrí todos los años. Hay empresarios que lo hacen para sus empleados y para la gente pobre del barrio donde está ubicada la fábrica o el negocio. Mi amigo Gholamalí de Mashad lleva diez años ofreciendo quinientas raciones en esa fecha. Los hombres del halvá nos han dicho que nos esperan mañana a la una para comer carne con arroz. En la puerta de una de las casas del barrio había una vaca viva, la iban a sacrificar y cocinar durante la noche. Para los jóvenes ésta es una gran noche, los padres se quedan en casa cocinando o salen a la calle para visitar a los que cocinan. Ellos aprovechan para salir en grupo o por parejas, tienen la oportunidad de entablar conversación con otros jóvenes, incluso desconocidos, entre el tumulto de un nasrí o entre el público que presencia el paso de una procesión. Podrán intercambiar los números de teléfono o quedar para el día siguiente, que también será fiesta y en Irán, de noche, todos los gatos son pardos, como en todas partes.
Por la tarde hemos ido a ver el Tazié en un parque del barrio que tiene unas gradas semicirculares de cemento al aire libre. Mujeres y hombres de todas las edades ocupaban las gradas y los alrededores del teatrillo. El sol caía a plomo sobre el recinto y las sombras de los actores se recortaban en el cemento del suelo. La organización corría a cargo de una cofradía con sede en una calle cercana y los actores eran estudiantes y profesores de una escuela de teatro y cine del barrio. Debajo de un gran sauce y casi escondida entre sus ramas lloronas una orquestina formada por tres trompetas y dos tambores llenaba el ambiente con una música estridente y machacona mientras los personajes vestidos al estilo árabe con dorados y colorines de baratillo y los micrófonos al máximo volumen iban y venían, y se desgañitaban. Nadie entre público daba señales de sentir nada ante el espectáculo, simplemente se distraían y pasaban la tarde de un día de fiesta. Una hilera de niños sentados en el suelo a primera fila seguía la actuación en silencio y con las bocas abiertas.
Ya de noche hemos asistido al paso de varios dastés, procesiones encabezadas por andas llevadas a hombros con la efigie del emam Hossein y penachos de colores, seguidas de penitentes que sin demasiado ímpetu se van flagelando con cadenas al ritmo del redoble de los tambores. Todos muchachos muy jóvenes, todos vestidos de negro avanzando en la noche e interpretando una danza monótona e inacabable. Cabezas empavonadas de brillantina o de sudor dejan brillar sus rizos negros al pasar bajo los focos de la calle, y rayos de miradas oscuras sin fondo son cortados periódicamente por ramilletes de cadenas que chasquean al compás de los tambores. Al final de la procesión van, como de paseo, los viejos, las mujeres y los niños; los hay con cadenitas, también las niñas, que se lo toman como un juego. Supongo que en el sur de Teherán y también en los pueblos todo debe ser más trágico. Aquí es una fiesta.
A las seis de la mañana siguiente trajeron halim, una sopa espesa preparada con sémola de trigo y carne. La hemos tomado para desayunar aderezada con canela, azúcar y un poco de sal que sirve para realzar el gusto dulce, me dicen. Es un plato muy alimenticio, se come en invierno sobre todo en el Azerbaiján, la zona turca de Irán al noroeste del país. Allí, me cuentan, lo comían todos los días y la madre de Djamshid dice que cuando los niños eran pequeños y se desayunaba con halim, aquel día ya no se almorzaba, sólo se cenaba.
Hemos paseado en coche pues debíamos recoger el nasrí de unos amigos que todos los años avisan. Por las calles había nasrí en muchas casas, chiringuitos montados a la puerta, a veces sólo de niños que repartían fanta en vasos de plástico a los viandantes sobre una mesa de plástico, en algunas se hacían colas a lo largo de las aceras, las mujeres hacia un lado y los hombres hacia el otro. Djamshid dice que de esta manera una sola familia puede llenar dos cazuelas, “hombres y mujeres separados: doble oportunidad”. También dice que cuando oiga nombrar a Hossein me acerque corriendo porque significa que habrá celebración y comida y que si oigo nombrar a Alí huya deprisa porque nunca viene nada bueno de él, sólo palos. Los amigos de Djamshid organizaban el nasrí en un local de la periferia de Teherán que había sido una escuela que se quemó y está casi en ruinas. Allí han llevado toda la comida. Djamshid me comenta que como son ricos no cocinan en su casa sino que han encargado a un servicio de catering nada menos que mil kababs. Repartían chelo kabab, brochetasde carne de cordero con arroz, ese sí que es un nasrí de categoría. Los anfitriones son constructores y allí estaban el abuelo, sus hijos y sus nietos entregando cuencos de plástico con arroz y pincho de carne cubierto por un rectángulo de pan, a todos los que se presentaban. Aquí no hacía falta ni traer la cazuela. En la cola había gente de todas clases, desde mujeres elegantes y hombres con traje que llegaban en coche hasta familias muy humildes, incluso había unos cuantos hombres que parecían vagabundos con el cabello embarullado, la ropa rota y los pies descalzos. De regreso a casa las avenidas de la ciudad estaban embotelladas pues por todas partes aparecían dastés, las procesiones de flagelantes con sus estandartes y su música con redoble de tambores. Era un día de primavera luminoso y las calles de Teherán estaban llenas de paseantes y de coches. Al final de cada calle o a la vuelta de cada esquina, sobre un mar oscuro de cabezas, se bamboleaban los penachos multicolores de los estandartes mientras en mis oídos entraban, se cruzaban y acoplaban diferentes pistas de redobles y trompetas. Semana Santa iraní.
Por la noche se encienden velas en los umbrales de las puertas, es la noche del sham e ghaliban o de la luz de los desamparados, las mujeres en Kerbala, se han quedado solas velando a todos sus muertos después de la batalla.
En la casa donde me alojo hay dos televisores situados uno al lado del otro sobre una mesa auxiliar alargada y baja de la que penden tapetes bordados. Frente a ellos un sofá y en el sofá, sentados, la abuela de la familia y su hijo. Cada uno mira un televisor distinto pues los dos están encendidos. La abuela en el de la izquierda sigue el sermón sobre el martirio de Hossein que tiene lugar en directo desde el mausoleo del emam Jomeini ante cientos de fieles. En el de la derecha el hijo se distrae viendo un partido de fútbol. El volumen está alto en ambos televisores y se mezcla la sed de los seguidores de Hossein con los goles de la selección iraní.
Yo me siento en un sillón lateral y contemplo la escena té en mano. Un experto en recitar la muerte del santo lleva a los asistentes al paroxismo. Lloran más y más a medida que aumenta la tensión y se acerca el momento del martirio.
-Les encanta, -me dice el que está mirando el fútbol, -el clero con estas historias tiene siempre a unos miles de hombres dispuestos a entrar en guerra o a autoinmolarse en el momento en que lo consideren necesario, fíjate en las caras; con sólo una orden se pondrían todos en pie y correrían a cumplir lo que les mandaran.
Su madre que sigue atentamente con el pañuelo en la cabeza lo que ocurre en el desierto de Kerbala mientras ve cómo lloran y se desgañitan los asistentes a la ceremonia, ni rechista, se sabe de memoria las ideas de su hijo y considera que no vale la pena intervenir, si lo hace se perderá parte del sermón que es emocionante. El sermoneador es uno de los mejores de Irán y está llegando al climax, teshné teshné (sed sed) grita cada vez más alto y cada persona llora por sus desgracias, por su soledad, se saca los demonios de encima, se desprende de sus tristezas, deja que se le ablande el corazón, que se lo lleve la emoción hasta lo más profundo de su ser, da rienda suelta a los sentimientos sin avergonzarse, acompañada de muchas otras que hacen lo mismo. Mientras en la otra pantalla Alí Daí, el mejor jugador de la selección nacional iraní ha marcado un gol. Nacido en Ardebil, ciudad del Azerbaiján, Alí Daí es un héroe nacional. Las dos caras de Irán, una come y se divierte, la otra se flagela y llora. Muchas veces esas dos caras van juntas.
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