En los años setenta estudiaba en la Escuela Massana de bellas artes de Barcelona un artista nigeriano que se llamaba Manuel Oyenuga. Vivía en una pensión del barrio antiguo con su mujer Elizabet. Mi madre lo conoció en esa escuela, lo invitó a casa y nos hicimos amigos. Él se ganaba la vida restaurando edificios y rejas de Gaudí a las órdenes del arquitecto Basegoda-Nonell. Y ella trabajaba de peluquera en Llongueras.
Creían en el mal de ojo, en pócimas curadoras, en misterios extraños. En varias ocasiones comentaron que las cajas cerradas ajenas, no se pueden abrir pues encierran el espíritu del propietario. Su apertura desencadena desgracias sin fin para el violador y su familia.
Vivían humildemente aunque Manuel procedía, según siempre contaba, de una familia aristócrata del grupo de los Yoruba. Se relacionaban con la comunidad nigeriana de Barcelona y cuando murió, durante un combate, un conocido boxeador de su país en nuestra ciudad, le organizaron un entierro importante.
Cuando se fueron, al cabo de unos años, con la intención de instalarse en Londres, nos dejaron un baúl con sus pertenencias, que guardamos en un cuarto trastero del sótano, donde dejábamos las cosas que nunca utilizäbamos. A veces, al recordar que allí seguía el famoso baúl, bromeábamos sobre los espíritus encerrados de Manuel y Elizabeth.
Al principio llamaron por teléfono un par de veces y luego fue el silencio. No supimos nunca más nada de ellos.
Han pasado más de cuarenta años y el baúl seguía intocado en la habitación del sótano de casa de mi madre. Ella era la guardiana del legado encomendado. Hasta que con 96 años y debiendo abandonar su piso de toda la vida para trasladarse cerca de nosotros debido a la edad, decidió abrir el baúl.
Fue casi una ceremonia, hecha con amor y recogimiento. Si salieron los espíritus, eran espíritus buenos.
En el interior encontramos recuerdos de toda una historia, la historia de unas familias de Nigeria y la historia de unos emigrantes, de una dolorosa separación, como acostumbran a ser esas partidas en busca de una vida mejor.
Había pinturas, dibujos y bocetos de Manuel, que era un artista. Había lápices y tubos de óleos y botellas de tintas chinas. Había rulos para el pelo de Elizabet la peluquera, había un gran machete antiguo con su funda de piel, reseca y cuarteada. Había cartas de sus parientes llegadas desde Lagos. Y, sobre todo, había un montón de álbumes de fotos. Interesantísimas fotos que reflejan la vida de una sociedad bien situada de Nigeria, vestidos y peinados a la moda de los años sesenta y setenta, o a la usanza tradicional.
Mi madre quiere devolverles las fotos, dice que es la crónica de su vida y que debe volver a ellos y ha mandado cartas a todos los remitentes de las cartas que encontramos. Nadie ha respondido. Hemos buscado por Internet sin éxito. Si alguien sabe cómo encontrar a esa familia, que nos lo haga saber. Guardaremos los centenares de fotos y seguiremos buscando.
3 comentarios:
Preciosa historia.
vaya historia
y bellamente contada
realmente desconcertante, sí, que hayan dejado esas fotografías abandonadas, y más, en una época en que eran tan valiosas -hoy, uf, se hacen por billones...-
vaya personaje, tu madre
recibe plís un biiiiigabrazo
superj
Bonita historia.Ojalá se les pueda
encontrar. Pues sí como dice superj,
vaya personaje tu madre. Personaje encantador. Tengo el placer de haberla conocido en Pamplona. Estu-
ve visitándola en Barcelona en vísperas de dejar su piso de toda la vida. Por eso el relato se me hace más interesante. Si aparece esa familia, ya nos contarás...
Irene Sotos Erce
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