Este verano, una noche de principios de julio, de esas noches que no acaban de cerrar y mantienen el cielo en penumbra mientras pasan las horas, debíamos encontrarnos en un cruce de carreteras donde previamente habíamos quedado por teléfono. Unos vendrían de la playa, otros de la ciudad. No sabíamos cuantos seríamos. Uno de nuestros amigos afganos nos había convocado unos días atrás con la excusa de que había alquilado una casa en el campo y había avisado a varios miembros de su familia que viven en diferentes partes del mundo, con algunos de los cuales mantenemos una buena amistad desde hace muchos años, cuando nos conocimos en su país, Afganistán. Incluso nos había pedido que les echáramos el anzuelo con una llamada pues ello aumentaría la probabilidad de que se animaran a emprender un desplazamiento de largo recorrido. Así lo hicimos. No sabíamos exactamente quiénes estaban invitados ni cuantos habían acudido finalmente a la cita, al fin y al cabo nosotros éramos amigos de una parte de la familia perteneciente a la generación de los padres del anfitrión, y ellos todos pertenecían a un clan familiar muy extenso y unido que seguían siempre en contacto a pesar de que, desde hacía ya más de tres décadas, estaban repartidos por todos los continentes.
Llegamos al cruce después de pasar por varios pueblos de veraneo con hermosas casas con jardín y algún balneario a la antigua usanza. El asfalto de la carretera despedía el calor acumulado por una larga exposición al sol. Nos sentamos en un banco desde donde se veía el cruce. La brisa movía las ramas de los árboles a nuestras espaldas y los pájaros cantaban. Una mujer salió al balcón para observarnos desde la casa de enfrente y desapareció pronto detrás de las cortinas. No había nadie por la calle. Tampoco pasaron coches por la carretera. Al cabo de un rato oímos un ruido de motores y uno tras otro pararon cuatro coches frente a nosotros. Vimos al convocante en uno de ellos, con su mujer y sus hijos residentes en Barcelona y a su hermana con su hijo que viven en Suiza. En otro estaban sus padres a los que ya conocíamos, acompañados de un matrimonio amigo, llegados también los cuatro de Suiza. En el tercero estaba su hermano con su mujer y su bebé que viven en los Estados Unidos. En el último coche iban su primo, buen amigo nuestro, con su hijo, llegados desde Francia. Hubo saludos, besos, y presentaciones. Después, en caravana, nos adentramos en el monte por un camino sin asfaltar, cuesta arriba y con curvas, hasta que llegamos a la casa cuando ya era de noche. La casa estaba aislada en medio de un parque natural protegido y ofrecía desde la terraza una vista panorámica sobre la llanura salpicada de luces. En el interior unas pocas bombillas, alimentadas por energía solar, proyectaban una luz amarillenta. En una mesa circular los niños comieron espaguetis y los abuelos también, mientras en la cocina preparaban la cena.
Me senté a la mesa para conversar con los más mayores. La señora que acababa de conocer me preguntó cuándo había estado yo en Afganistán. Le respondí que varias veces y para ofrecerle alguna explicación adicional sobre mis estancias en aquel país le conté que una de las veces acababa de ocurrir el golpe de estado de Daud khan, y cuando empecé a explicarle lo que me habían contado del golpe al llegar a Kabul aquella vez, vi que su cara cambiaba y que mi relato no le gustaba por lo que, sin darle más importancia, pasé a contar anécdotas más divertidas.
Después de la cena hubo tertulia y pusieron música. Los jóvenes bailaban. Los niños se fueron a dormir. Los fumadores salieron a la terraza. Yo me encontré conversando con el marido de la señora de antes, que también había escuchado mis explicaciones. Me dijo que era médico, que llevaba muchos años viviendo en Suiza desde que se fue de Afganistán para estudiar la carrera, hacía más de cuarenta años.
-De hecho, cuando usted estuvo en Afganistán, yo ya me había ido. Sólo regresé para casarme. Mi mujer es hija de Daud khan.
No supe qué decir y él siguió hablando.
-Cuando Daud khan ya era presidente una de sus hijas, hermana de mi mujer, se puso muy enferma y la mandaron a Suiza con nosotros para seguir un tratamiento a vida o muerte. Entonces llegó la noticia: Daud khan, su mujer y todos sus hijos habían sido asesinados. No quisimos decírselo a la enferma que murió sin saberlo. Mi mujer es la única superviviente.
El hombre que tenía enfrente se quedó callado mientras lloraba.
A nuestro lado los jóvenes bromeaban y reían mientras bailaban al son de una música rapera.
Detrás oí que hablaban de talibanes.
Todo aquel que ha nacido en Afganistán lleva sobre sus espaldas el peso de una terrible historia.
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