Llevaba ya unos días en Isfahan, mi ciudad preferida de Irán, deambulando por sus calles o demorándome en la gran plaza, de charla con mis numerosos amigos y conocidos. Esta vez quería seguir viaje hacia Mashad y ya había comprado en Teherán el billete de Iran Air, una compañía seria, para trasladarme a aquella ciudad del extremo nororiental del país, casi en la frontera con Afganistán. La había cruzado en múltiples ocasiones cuando viajaba a ese país en autobús, e incluso una vez en un Renault Dauphine. Mashad es una ciudad importante donde llegan diariamente centenares de peregrinos del mundo chií para rezar junto al mausoleo de su octavo emam, el emam Rezá.
En Isfahan, Hossein el vendedor de alfombras, me dijo que su esposa Jamileh, con la que mantengo una buena amistad desde hace años, me quería acompañar. Él se encargó de sacar los billetes, cosa harto difícil, pues los vuelos a Mashad acostumbran a estar completos con meses de antelación. Encontró dos plazas en un vuelo charter que despegaba a la una de la madrugada. Yo devolví el billete que ya tenía.
En Isfahan, Hossein el vendedor de alfombras, me dijo que su esposa Jamileh, con la que mantengo una buena amistad desde hace años, me quería acompañar. Él se encargó de sacar los billetes, cosa harto difícil, pues los vuelos a Mashad acostumbran a estar completos con meses de antelación. Encontró dos plazas en un vuelo charter que despegaba a la una de la madrugada. Yo devolví el billete que ya tenía.
El aeropuerto estaba lleno de peregrinos. Las mujeres bien tapadas con sus chadores negros. Unicamente Jamileh y yo, además de dos jovencitas, llevábamos pañuelo y gabardina. Ellas muy modernas vestidas de negro con pañuelo mini sobre un tupé considerablemente alto, pantalón pitillo, levita entallada y zapatos de tacón de aguja de conjunto con el bolso, la una azul celeste y la otra rosa chiclé. Nadie miraba a nadie, y solo en el autobús que nos acercaría al avión, las muchachas cruzaron conmigo una mirada chispeante, y sonrieron, al notar que las estaba observando, yo también con una sonrisa en los labios.
Al ver el avión me arrepentí por haber aceptado cambiar mi billete de Iran Air. Aquel avión parecía reparado cientos de veces a martillazos, ni un centímetro de su fuselaje estaba liso. Su interior era destartalado, los asientos torcidos, la tapicería gastada o rota. En cuanto empezó a moverse por la pista, una voz potente inició una plegaria que el resto de los peregrinos siguió en voz alta y en la que seguramente pedían a Dios y al emam Rezá, al que íbamos a visitar, protección para que el avión no cayera en medio del desierto. Y, milagrosamente, no cayó.
Hossein y Jamileh son de Mashad y aunque viven en Isfahan, en su ciudad natal mantienen un piso bien amueblado, lo que en Irán significa, sobre todo, bien alfombrado. Se compone de un gran salón y dos amplias habitaciones además del cuarto de baño. En una de las habitaciones se acumulan, unos encima de los otros, los colchones que por la noche se despliegan para dormir. Jamileh me asignó una de las habitaciones donde puse mi maleta, y ella se quedó con la otra. Para dormir sacó dos colchones del montón y los colocó uno al lado del otro en el centro del salón alfombrado. Se fue a cambiar la ropa de calle por el pijama a su habitación. Yo hice lo mismo. Y nos pusimos a dormir después de comentar, tumbadas en sendos colchones, los últimos acontecimientos del día.
¿Para qué dormir en soledad en una habitación, si se puede dormir en compañía en el salón? Me decía yo admirada y divertida. Además, en medio del salón, qué caramba, y no en una esquinita bien arrimadas a la pared. Si hubiera habido más personas, los hombres habrían dormido juntos en el salón y las mujeres en una de las habitaciones, o al revés, según la cantidad que hubiera de cada sexo. Los niños, donde caigan dormidos. Así es Irán, el Irán tradicional.
Jamileh es una mujer religiosa y su mayor interés al acompañarme era, además de visitar a su familia, rezar ante la tumba del emam. Yo tenía un gran interés en acompañarla. Nos llevamos el chador en el bolso para colocárnoslo a la entrada del gran complejo religioso donde está el mausoleo. Para entrar, ya pertrechadas con el chador, tuvimos que recibir el visto bueno de una funcionaria que miró a contraluz la tela del mío y le pareció, de momento, poco tupida, aunque después cedió sin mediar palabra alguna.
En el interior, multitudes. Cruzamos el patio y cruzamos salas y más salas, todas alfombradas, con fieles yendo de aquí para allá o sentados leyendo textos religiosos o rezando o meditando o charlando, hombres y mujeres. Funcionarios y funcionarias conducen a los fieles con dificultades motrices en sillas de ruedas o cogidos del brazo. Avanza hacia el mausoleo el río humano, cada vez más tupido, hasta que se separa en dos, el de los hombres y el de las mujeres, medio mausoleo para cada sexo. Agobiante. Cientos de mujeres me llevan casi en volandas. Mi chador se sostiene porque yo lo agarro fuertemente por el interior en la barbilla. Hay alguien que con el sofoco se desmaya, llegan dos funcionarias a empujones, no hay otra manera, y se la llevan, seguimos avanzando. He perdido a Jamileh, no importa. Las mujeres rezan con fervor, ya estoy cerca de la tumba, la veo frente a mí, toda de plata, una reja alta y brillante, un enjambre de manos extendidas intentan tocarla. Con una mano agarrando el chador en la barbilla y la otra intentando tocar la reja, así van todas las mujeres. Las voces se elevan como humo hacia la cúpula. De repente me emociono. Una presión que llega de la parte posterior de mis ojos me los llena de lágrimas. Las dejo fluir. El ambiente está cargado, a punto de explotar, todas las penas se acumulan, los deseos, las peticiones, la humanidad doliente en busca de consuelo, en busca del milagro. No soy creyente pero siento que formo parte de esa doliente humanidad.
Al ver el avión me arrepentí por haber aceptado cambiar mi billete de Iran Air. Aquel avión parecía reparado cientos de veces a martillazos, ni un centímetro de su fuselaje estaba liso. Su interior era destartalado, los asientos torcidos, la tapicería gastada o rota. En cuanto empezó a moverse por la pista, una voz potente inició una plegaria que el resto de los peregrinos siguió en voz alta y en la que seguramente pedían a Dios y al emam Rezá, al que íbamos a visitar, protección para que el avión no cayera en medio del desierto. Y, milagrosamente, no cayó.
Hossein y Jamileh son de Mashad y aunque viven en Isfahan, en su ciudad natal mantienen un piso bien amueblado, lo que en Irán significa, sobre todo, bien alfombrado. Se compone de un gran salón y dos amplias habitaciones además del cuarto de baño. En una de las habitaciones se acumulan, unos encima de los otros, los colchones que por la noche se despliegan para dormir. Jamileh me asignó una de las habitaciones donde puse mi maleta, y ella se quedó con la otra. Para dormir sacó dos colchones del montón y los colocó uno al lado del otro en el centro del salón alfombrado. Se fue a cambiar la ropa de calle por el pijama a su habitación. Yo hice lo mismo. Y nos pusimos a dormir después de comentar, tumbadas en sendos colchones, los últimos acontecimientos del día.
¿Para qué dormir en soledad en una habitación, si se puede dormir en compañía en el salón? Me decía yo admirada y divertida. Además, en medio del salón, qué caramba, y no en una esquinita bien arrimadas a la pared. Si hubiera habido más personas, los hombres habrían dormido juntos en el salón y las mujeres en una de las habitaciones, o al revés, según la cantidad que hubiera de cada sexo. Los niños, donde caigan dormidos. Así es Irán, el Irán tradicional.
Jamileh es una mujer religiosa y su mayor interés al acompañarme era, además de visitar a su familia, rezar ante la tumba del emam. Yo tenía un gran interés en acompañarla. Nos llevamos el chador en el bolso para colocárnoslo a la entrada del gran complejo religioso donde está el mausoleo. Para entrar, ya pertrechadas con el chador, tuvimos que recibir el visto bueno de una funcionaria que miró a contraluz la tela del mío y le pareció, de momento, poco tupida, aunque después cedió sin mediar palabra alguna.
En el interior, multitudes. Cruzamos el patio y cruzamos salas y más salas, todas alfombradas, con fieles yendo de aquí para allá o sentados leyendo textos religiosos o rezando o meditando o charlando, hombres y mujeres. Funcionarios y funcionarias conducen a los fieles con dificultades motrices en sillas de ruedas o cogidos del brazo. Avanza hacia el mausoleo el río humano, cada vez más tupido, hasta que se separa en dos, el de los hombres y el de las mujeres, medio mausoleo para cada sexo. Agobiante. Cientos de mujeres me llevan casi en volandas. Mi chador se sostiene porque yo lo agarro fuertemente por el interior en la barbilla. Hay alguien que con el sofoco se desmaya, llegan dos funcionarias a empujones, no hay otra manera, y se la llevan, seguimos avanzando. He perdido a Jamileh, no importa. Las mujeres rezan con fervor, ya estoy cerca de la tumba, la veo frente a mí, toda de plata, una reja alta y brillante, un enjambre de manos extendidas intentan tocarla. Con una mano agarrando el chador en la barbilla y la otra intentando tocar la reja, así van todas las mujeres. Las voces se elevan como humo hacia la cúpula. De repente me emociono. Una presión que llega de la parte posterior de mis ojos me los llena de lágrimas. Las dejo fluir. El ambiente está cargado, a punto de explotar, todas las penas se acumulan, los deseos, las peticiones, la humanidad doliente en busca de consuelo, en busca del milagro. No soy creyente pero siento que formo parte de esa doliente humanidad.
Hola Anna,
ResponderEliminarTu experiencia en Mashad me ha hecho recordar muchas cosas.....
Yo sentí lo mismo cuando estuve en el Hasrat-e-Massoumeh en Qom. La energía que desprendían aquellas mujeres era tan fuerte que emprezé a llorar al mismo tiempo que desde la garganta hasta mi estómago se formaba un nudo por todas las emociones que estaba viviendo, por todo lo que el aire llevaba impregnado, el misticismo y la espiritualidad.
Eso sí, lidiar con el chador para que no se cayera fue toda una odisea.
Un abrazo,
Eva
Hola Ana, quisiera que me cuentes más acerca de tu experiencia. No tengo la posibilidad de conocer este sitio ni sus costumbres. Soy un argentino viviendo en Tenerife.
ResponderEliminarTe invito a que conozcas el lugar en donde vivo.