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17.4.11

Salir de Manikaram, India


Seguía lloviendo en Manikaram (Uttar Pradesh), un pueblo del Himalaya al que se accede por Kullu Valley. Un templo sikh hace que este lugar remoto sea un importante centro de peregrinación.
El día estaba transcurriendo sin que ni un asomo de rayo de sol atravesara las nieblas estancadas a ras de suelo y los vahos de agua caliente que surgían del interior de la tierra. Hacía muchas horas, quizá días que llovía y ya corrían rumores por el pueblo. Rumores que hasta nosotros, forasteros, oímos repetidamente en tiendas y chiringuitos: cuando llueve mucho se producen deslizamientos y queda cortada la carretera. Si esto ocurre hay que quedarse ahí arriba durante días pues nadie sabe cuánto van a tardar en llegar desde lo más profundo del valle los camiones grúa para repararla y cuánto van a tardar en hacerlo. Habíamos pasado una jornada estupenda visitando el templo sikh de Mnikaram confraternizando con los cientos de peregrinos que allí se acercan y paseando por ese pueblo fantasmagórico del Himalaya lleno de sombras y era el momento de partir con presteza. Nos esperaba un largo camino por una carretera que ya conocíamos de la subida colgada entre precipicios. Íbamos en un todoterreno alquilado con chofer. El chofer tenía prisa en partir, más que nosotros, pobres inocentes sin experiencia en aquellas latitudes, pues él sabía de qué se trataba cuando se hablaba de deslizamientos.


La carretera, muy estrecha, por la que se cruzaban con dificultad dos camiones, discurría entre una pared vertical altísima a la izquierda y un precipicio también vertical a la derecha. Llevábamos delante un camión, ni pensar en adelantarlo, detrás otros coches pues parecía que todo Manikaram o al menos todos los peregrinos habían decidido marcharse. Descendíamos lentamente. Al cabo de un tiempo paró el camión y tuvimos que parar. Se apearon los del camión y nos fuimos apeando los que íbamos en la cola. Todos miraban al cielo. Desde lo alto de la pared caían piedras. No eran grandes pero algunas tenían el tamaño de un puño. La velocidad con que llegaban al suelo era tremenda. Si te alcanzaba una te mataba o te dejaba malherido. En poco tiempo se empezó a formar un montículo de piedras a unos cincuenta metros frente a nosotros. No había posibilidad de hacer marcha atrás pues se habían acumulado decenas de vehículos detrás de nosotros y estábamos en primera línea de fuego. Al otro lado del montículo ya veíamos los coches, también parados que venían en dirección contraria. Y las gentes que gesticulaban. El proceso de caída de piedras no era rápido ni continuo, ahora una ahora dos ahora un grupitos de cuatro o cinco o una más grande. No sabíamos si podía acelerarse y caer una parte importante de la montaña o simplemente caer una roca que cerrara definitivamente el camino. Lo evidente era que a medida que pasara el tiempo el montículo aumentaría y sería imposible cruzarlo. Nadie sabía qué hacer.



De repente, dos muchachas que venían de atrás empezaron a andar hacia el montículo decididas a cruzar. Vestían shalvar camis de vivos colores. Un bolsito en la mano izquierda cada una y sandalias de medio tacón. La gente gritaba intentando disuadirlas. Ellas no dudaron ni un momento. Al llegar cerca de donde se acumulaban las piedras se quitaron los zapatos y con ellos colgando de la mano derecha empezaron a correr. Las piedras seguían cayendo. Se produjo un silencio terrible. Durante unos segundos por mi mente y seguramente por la de todos pasó la imagen de una chica herida y caída sobre el montículo y la difícil tarea de ir a rescatarla. Pero eso no ocurrió y cuando llegaron al otro lado hubo un suspiro general y muchos aplausos. Entonces nuestro chofer nos ordenó que nos montáramos porque quería pasar. Ya hacía un rato que se había situado en el espacio libre que dejaba el camión con la pared. No rechistamos. Él era el conocedor del terreno. Imágenes apocalípticas se formaron en mi mente e igual que antes con las chicas: mira que si no podemos pasar el montículo y quedamos allí atascados. Mira que si cae la piedra grande y hunde el techo del coche. Pero la operación fue rápida. Con una decisión increíble el chofer arrancó y sin correr, con nervios de acero, consiguió que el todoterreno traqueteando superara la dificultad y llegáramos sanos y salvos al otro lado. Yo instintivamente iba con la cabeza agachada y con los dos brazos resguardándomela como si eso pudiera evitar en caso de piedra gorda que se hundiera y me aplastara la plancha del techo.
Nos aplaudieron también al llegar al otro lado y pasaron algunos coches más.
Al día siguiente en el periódico leímos que un gran deslizamiento de tierras había cortado la carretera de Manikaram. No hablaba de muertos.